Pieske Carlos Ernesto de esas historias que dan gusto leer... por que son vivencias y no fantasía....
Hablando de domadores…
EL “MALACARA” MEDINA Y SU YEGUA MORA.
Corría el año 1964, yo estaba de maestro en Formosa, en la escuelita de monte Nº 117, del paraje de Pilagá III, departamento de Pirané.
La escuela estaba enclavada en medio del monte, en un gran claro. A unos 200 metros al sur estaba el puesto de la policía. A cargo, había un Inspector Sumariante y el personal se completaba con los sargentos González y Jaime y con tres policías más.
La zona era relativamente tranquila, salvo algún caso de cuatrerismo o alguna que otra pelea en los bailes que se organizaban y donde la bebida, que nunca es buena consejera, actuaba de más, no había mayores problemas.
Yo tenía 17 años y estaba recientemente transplantado de mi Chascomús natal. La gente del lugar y que me mandaban sus hijos a la escuela eran en su mayoría empleados rurales o hacheros. Su origen guaraní estaba presente en todo, pero fundamentalmente en el idioma. Era difícil lograr una conversación fluida, dado que hablaban, un 70 % en guaraní y el resto, en la “castilla”, como ellos mismos decían.
Por ello, la amistad con el Comisario Arrigancibia y los sargentos González y Jaime fue sumamente importante para mí, pues con ellos sí se podía charlar normalmente en castellano.
A veces los domingos, me invitaban a dar una vuelta con ellos y recorrer los puestos, para ver que no hubiera alguna novedad, cosa que aceptaba yo con gusto, pues esos días en los que no se dictaban clases, resultaba insoportable la soledad de la escuela.
Había algunos boliches o proveedurías, si es que se les podía llamar así, desparramados por el monte y las escuelas vecinas, distaban a varios kilómetros, la más cercana a unos diez.
Un día viene el sargento Jaime y me dice: “Mañana hay baile en la escuela Nº 136. Yo tengo que ir a vigilar. ¿Me quiere acompañar?”. Estos bailes se hacían generalmente en honor a algún Santo y estaban organizados por las cooperadoras de las escuelas.
Por supuesto que acepté. Era un día sábado.
Temprano ensillamos y partimos para el lugar.
Estos festejos, por lo general, duran todo el día. Al mediodía asados, bien “regados”, luego pasteles, mate “quemado” con algunos tragos de ginebra y baile y debido a la falta de luz, no se extienden más de las diez u once de la noche. Volver a los hogares en un camino de monte totalmente cerrado y en plena oscuridad, no es de lo más recomendable.
Entre los asistentes al baile de ese día estaba, a quien le llamaban “El Malacara “ Medina. Ese apodo se debía a que, según me contaron, había comido una vez un peludo infectado y había estado varios días casi en coma y de este episodio le habían quedado en la cara y el cuello unas manchas mucho más rosadas, que el resto de su piel, que se veía quemada por soles e inclemencias del trabajo a la intemperie.
Era un correntino, calculo de unos 40, 45 años, alto, delgado, con un bigote enorme y vestido siempre como para que no se dudara de su origen. Sombrero chato y aludo, barbijo, polainas de loneta rayadas, alpargatas (para el baile, pues yo lo solía ver permanentemente en “patas”) y espuelas de pihuelo largo, a las que ataba a su recado no bien se bajaba del caballo. El lazo lo ubicaba del lado de montar, una costumbre muy correntina y que lo obliga el uso de ese tipo de espuelas, pues se enganchan al montar. Atrás en la cintura, un enorme facón con la chaira a su lado.
Lo recuerdo como una persona muy callada y estaba reconocido en el pago, como un domador de excelencia. Todos los vecinos que querían hacer un buen caballo, se lo daban a domar a él. Por ello siempre andaba montado en redomones. Ese día andaba en una yegua mora, mestiza, alta, de muy buena calidad, con el infaltable y largo flequillo.
Como a media tarde, por una discusión que no tengo idea que la trajo o si se debía a “entripados” anteriores, se trenzó con otro gaucho y manotearon sus facones. Jaime, que estaba vigilante y atento, así, de golpe interrumpió en la escena, pistola en mano. El Malacara se quedó como petrificado y quieto en su lugar, pero el otro, que era un muchachón como de unos veinticinco años, de un salto, estuvo afuera y montando rápidamente su caballo huyó al monte.
El sargento Jaime, conociendo el carácter de Molina, le dijo: “Lo siento, Malacara, pero me vas a tener que acompañar al destacamento a dar el parte” y dirigiéndose a mí prácticamente me ordenó: “Maestro, ya nos vamos”.
Montamos y enfilamos para nuestro destino. El Malacara en el medio y nosotros atrás escoltándolo. Era julio, caía la tarde y se nos venía la oscuridad encima. De pronto, cuando habríamos hecho la mitad del camino, desde el monte cercano se escuchó un terrible sapucay y dos o tres disparos.
Jaime me miró y simplemente me dijo: “Es el otro, él que se me escapó”.
Aquí, quiero detenerme para que piensen y se pongan en mi lugar un segundo. Me preguntaba, ¿ Qué hago yo aquí, en esta situación? Sentía calor y frío a la vez, me temblaban las manos y hasta sentía ganas de llorar, de salir con mi caballo al galope y encerrarme en mi escuela.
De pronto el vozarrón de Jaime que dice: “Vamos, Malacara, se hace tarde, apurá el paso”. Medina, como si hubiese sido sordo, siguió en el mismo ritmo. Jaime lo intimó a apurar y a tomar trote varias veces, hasta que se le ocurrió pegarle un rebencazo a la yegua mora. La cara de Medina se transformó. Frenó su yegua y no avanzó un paso más, le puso su mano entre las dos orejas de la yegua, dándole golpecitos muy suaves. El animal se quedó inmóvil. Jaime volvió a darle otro rebencazo en las ancas.
La yegua temblaba y sus ojos, nerviosos, parecían querer saltar de su órbitas, pero la mano de Medina entre las orejas parecía haber logrado hipnotizarla, se quedaba como una estatua. De vez en cuando le daba dos o tres golpecitos entre las orejas y decía: “Vos quedate aquí”. Hubo, no recuerdo bien, si dos o tres rebencazos más pero la yegua se quedaba inmóvil. Yo veía que la cosa ya se hacía intolerable.
Eran dos gauchos en una porfía. Y dos caballos que obedecían en todo a sus dueños. Jaime, que parecía sacado de sus casillas le pegó un pechazo con su caballo en las ancas de la yegua. La mora, hizo retranca y apenas se movió unos centímetros. Finalmente, ya con voz airada Jaime dijo: “Dejate de joder, Malacara, si vos sabés bien que te tengo que llevar”.
Medina, simplemente retiró su mano de la cabeza de la yegua, la taloneó y salió al galope cortito para el destacamento gritando: “Ahora, sí, porque queremos nosotros, no porque nos obligan”.
Días después me enteré que Jaime y Medina, eran cuñados, la esposa del sargento era hermana del Malacara.
Esos son gauchos que conocí en mi vida y que este foro me da la oportunidad de que ustedes también los conozcan.
Uno cumpliendo con el deber y el otro, dejando que el otro lo hiciera, pero demostrando su guapeza por ir por cuenta propia.
Con Jaime, continué mi amistad, pero la cultivé también con el Malacara, de quien aprendí grandes cosas.
Esos eran los gauchos de antes...
En la foto, el sargento Jaime y yo el día del incidente.
EL “MALACARA” MEDINA Y SU YEGUA MORA.
Corría el año 1964, yo estaba de maestro en Formosa, en la escuelita de monte Nº 117, del paraje de Pilagá III, departamento de Pirané.
La escuela estaba enclavada en medio del monte, en un gran claro. A unos 200 metros al sur estaba el puesto de la policía. A cargo, había un Inspector Sumariante y el personal se completaba con los sargentos González y Jaime y con tres policías más.
La zona era relativamente tranquila, salvo algún caso de cuatrerismo o alguna que otra pelea en los bailes que se organizaban y donde la bebida, que nunca es buena consejera, actuaba de más, no había mayores problemas.
Yo tenía 17 años y estaba recientemente transplantado de mi Chascomús natal. La gente del lugar y que me mandaban sus hijos a la escuela eran en su mayoría empleados rurales o hacheros. Su origen guaraní estaba presente en todo, pero fundamentalmente en el idioma. Era difícil lograr una conversación fluida, dado que hablaban, un 70 % en guaraní y el resto, en la “castilla”, como ellos mismos decían.
Por ello, la amistad con el Comisario Arrigancibia y los sargentos González y Jaime fue sumamente importante para mí, pues con ellos sí se podía charlar normalmente en castellano.
A veces los domingos, me invitaban a dar una vuelta con ellos y recorrer los puestos, para ver que no hubiera alguna novedad, cosa que aceptaba yo con gusto, pues esos días en los que no se dictaban clases, resultaba insoportable la soledad de la escuela.
Había algunos boliches o proveedurías, si es que se les podía llamar así, desparramados por el monte y las escuelas vecinas, distaban a varios kilómetros, la más cercana a unos diez.
Un día viene el sargento Jaime y me dice: “Mañana hay baile en la escuela Nº 136. Yo tengo que ir a vigilar. ¿Me quiere acompañar?”. Estos bailes se hacían generalmente en honor a algún Santo y estaban organizados por las cooperadoras de las escuelas.
Por supuesto que acepté. Era un día sábado.
Temprano ensillamos y partimos para el lugar.
Estos festejos, por lo general, duran todo el día. Al mediodía asados, bien “regados”, luego pasteles, mate “quemado” con algunos tragos de ginebra y baile y debido a la falta de luz, no se extienden más de las diez u once de la noche. Volver a los hogares en un camino de monte totalmente cerrado y en plena oscuridad, no es de lo más recomendable.
Entre los asistentes al baile de ese día estaba, a quien le llamaban “El Malacara “ Medina. Ese apodo se debía a que, según me contaron, había comido una vez un peludo infectado y había estado varios días casi en coma y de este episodio le habían quedado en la cara y el cuello unas manchas mucho más rosadas, que el resto de su piel, que se veía quemada por soles e inclemencias del trabajo a la intemperie.
Era un correntino, calculo de unos 40, 45 años, alto, delgado, con un bigote enorme y vestido siempre como para que no se dudara de su origen. Sombrero chato y aludo, barbijo, polainas de loneta rayadas, alpargatas (para el baile, pues yo lo solía ver permanentemente en “patas”) y espuelas de pihuelo largo, a las que ataba a su recado no bien se bajaba del caballo. El lazo lo ubicaba del lado de montar, una costumbre muy correntina y que lo obliga el uso de ese tipo de espuelas, pues se enganchan al montar. Atrás en la cintura, un enorme facón con la chaira a su lado.
Lo recuerdo como una persona muy callada y estaba reconocido en el pago, como un domador de excelencia. Todos los vecinos que querían hacer un buen caballo, se lo daban a domar a él. Por ello siempre andaba montado en redomones. Ese día andaba en una yegua mora, mestiza, alta, de muy buena calidad, con el infaltable y largo flequillo.
Como a media tarde, por una discusión que no tengo idea que la trajo o si se debía a “entripados” anteriores, se trenzó con otro gaucho y manotearon sus facones. Jaime, que estaba vigilante y atento, así, de golpe interrumpió en la escena, pistola en mano. El Malacara se quedó como petrificado y quieto en su lugar, pero el otro, que era un muchachón como de unos veinticinco años, de un salto, estuvo afuera y montando rápidamente su caballo huyó al monte.
El sargento Jaime, conociendo el carácter de Molina, le dijo: “Lo siento, Malacara, pero me vas a tener que acompañar al destacamento a dar el parte” y dirigiéndose a mí prácticamente me ordenó: “Maestro, ya nos vamos”.
Montamos y enfilamos para nuestro destino. El Malacara en el medio y nosotros atrás escoltándolo. Era julio, caía la tarde y se nos venía la oscuridad encima. De pronto, cuando habríamos hecho la mitad del camino, desde el monte cercano se escuchó un terrible sapucay y dos o tres disparos.
Jaime me miró y simplemente me dijo: “Es el otro, él que se me escapó”.
Aquí, quiero detenerme para que piensen y se pongan en mi lugar un segundo. Me preguntaba, ¿ Qué hago yo aquí, en esta situación? Sentía calor y frío a la vez, me temblaban las manos y hasta sentía ganas de llorar, de salir con mi caballo al galope y encerrarme en mi escuela.
De pronto el vozarrón de Jaime que dice: “Vamos, Malacara, se hace tarde, apurá el paso”. Medina, como si hubiese sido sordo, siguió en el mismo ritmo. Jaime lo intimó a apurar y a tomar trote varias veces, hasta que se le ocurrió pegarle un rebencazo a la yegua mora. La cara de Medina se transformó. Frenó su yegua y no avanzó un paso más, le puso su mano entre las dos orejas de la yegua, dándole golpecitos muy suaves. El animal se quedó inmóvil. Jaime volvió a darle otro rebencazo en las ancas.
La yegua temblaba y sus ojos, nerviosos, parecían querer saltar de su órbitas, pero la mano de Medina entre las orejas parecía haber logrado hipnotizarla, se quedaba como una estatua. De vez en cuando le daba dos o tres golpecitos entre las orejas y decía: “Vos quedate aquí”. Hubo, no recuerdo bien, si dos o tres rebencazos más pero la yegua se quedaba inmóvil. Yo veía que la cosa ya se hacía intolerable.
Eran dos gauchos en una porfía. Y dos caballos que obedecían en todo a sus dueños. Jaime, que parecía sacado de sus casillas le pegó un pechazo con su caballo en las ancas de la yegua. La mora, hizo retranca y apenas se movió unos centímetros. Finalmente, ya con voz airada Jaime dijo: “Dejate de joder, Malacara, si vos sabés bien que te tengo que llevar”.
Medina, simplemente retiró su mano de la cabeza de la yegua, la taloneó y salió al galope cortito para el destacamento gritando: “Ahora, sí, porque queremos nosotros, no porque nos obligan”.
Días después me enteré que Jaime y Medina, eran cuñados, la esposa del sargento era hermana del Malacara.
Esos son gauchos que conocí en mi vida y que este foro me da la oportunidad de que ustedes también los conozcan.
Uno cumpliendo con el deber y el otro, dejando que el otro lo hiciera, pero demostrando su guapeza por ir por cuenta propia.
Con Jaime, continué mi amistad, pero la cultivé también con el Malacara, de quien aprendí grandes cosas.
Esos eran los gauchos de antes...
En la foto, el sargento Jaime y yo el día del incidente.
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